Playa Blanca ya debiera tener una biblioteca repleta de
volúmenes en castellano, sí, pero también en inglés, alemán, francés e incluso
en las lenguas más relevantes del continente africano. La carencia de esa
instalación en un lugar de tanta relevancia poblacional, residente y turística,
es directamente proporcional al nivel cultural de sus gobernantes en los
últimos veinte años. Y nótese que algunos ha habido con estudios y todo. Pero
eso no basta ni es indicativo de la calidad intelectual del individuo. Así que
a punto de concluir la primera década del siglo XXI, Playa Blanca no tiene un
lugar donde habiten los libros y se mezclen con ellos quienes les profesen
veneración o, simplemente, aquellos que precisen de un lugar adecuado en el que
recogerse a estudiar o evadirse.
Mis
primeros recuerdos con esos guardianes de personajes inventados o no, paisajes
imposibles o reales y aventuras que fueron o que se soñaron que habían sido,
van de la mano de dos familias, Los
Hollister y Los cinco. Jerry West
(en realidad Andrew E. Svenson) y Enid Blyton, fueron
quienes me enseñaron a amar los libros. Me fascinaba saber qué les ocurría en
la siguiente página a mis nuevos amigos, llamados Pete, Pam, Ricky, Holly, Sue,
Ana, Dick, Julián, Jorge (que era una niña), e incluso a Tim, Zip o Morro
Blanco, canes los dos primeros, felino el tercero.
Pasadizos
secretos, casas encantadas, islas de tesoros multicolores…..todos los días
había cosas que hacer. Cada momento con el libro era un largo viaje en compañía
de esos héroes. El momento de cerrarlo, una invitación a volver a abrirlo,
y cuanto antes mejor. Los cinco eran seis conmigo, y a Los Hollister les salió un amigo catalán
incapaz de asimilar aquellas meriendas pantagruélicas llenas de emparedados de
manteca de cacahuete, pasteles de jenjibre, sirope de arce, tarta de arándanos
y un sinfín más de manjares insólitos para los niños que fuimos cuando Franco
agonizaba.
Luego,
tras la última hoja de las aventuras de estos avispadillos, me esperaba Verne,
y Salgari y Stevenson, y luego Defoe y Kipling, más tarde Cervantes y
Shakespeare, y Delibes y Salinger y Saint Exúpery y, cuando se pudo, Espriu y
Martí i Pol, y Plà, y Rodoreda,
mezclados con Joyce, Wilde y centenares más que construyeron maravillosos
puentes hacia Gabo, Torrente Ballester, Vargas Llosa y de ahí a Zafón, Navarro,
Boyne…. hasta convertirme en un
auténtico adicto a los libros. Un ser irrecuperable que, seguramente, pasaría
muy mal el síndrome de abstinencia literaria en Playa Blanca.
Pero
eso, me cuenta mi amigo Domingo Travieso, será historia en muy poco tiempo. La
voluntad popular escribirá el guión del libro que debieron redactar los
dirigentes municipales o insulares, y muy pronto los niños de hoy, que ya saben
de aquellos insólitos manjares, y los no tan niños que quieran, podrán cruzar
el dintel de un sitio donde diga “Biblioteca de Playa Blanca”. Final feliz, como en casi todos los libros.
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