domingo, 25 de julio de 2010

Aquellos insólitos manjares


Playa Blanca ya debiera tener una biblioteca repleta de volúmenes en castellano, sí, pero también en inglés, alemán, francés e incluso en las lenguas más relevantes del continente africano. La carencia de esa instalación en un lugar de tanta relevancia poblacional, residente y turística, es directamente proporcional al nivel cultural de sus gobernantes en los últimos veinte años. Y nótese que algunos ha habido con estudios y todo. Pero eso no basta ni es indicativo de la calidad intelectual del individuo. Así que a punto de concluir la primera década del siglo XXI, Playa Blanca no tiene un lugar donde habiten los libros y se mezclen con ellos quienes les profesen veneración o, simplemente, aquellos que precisen de un lugar adecuado en el que recogerse a estudiar o evadirse.

Mis primeros recuerdos con esos guardianes de personajes inventados o no, paisajes imposibles o reales y aventuras que fueron o que se soñaron que habían sido, van de la mano de dos familias, Los Hollister y Los cinco. Jerry West (en realidad Andrew E. Svenson) y Enid Blyton, fueron quienes me enseñaron a amar los libros. Me fascinaba saber qué les ocurría en la siguiente página a mis nuevos amigos, llamados Pete, Pam, Ricky, Holly, Sue, Ana, Dick, Julián, Jorge (que era una niña), e incluso a Tim, Zip o Morro Blanco, canes los dos primeros, felino el tercero.

Pasadizos secretos, casas encantadas, islas de tesoros multicolores…..todos los días había cosas que hacer. Cada momento con el libro era un largo viaje en compañía de esos héroes. El momento de cerrarlo, una invitación a volver a abrirlo, y  cuanto antes mejor. Los cinco eran seis conmigo, y a Los Hollister les salió un amigo catalán incapaz de asimilar aquellas meriendas pantagruélicas llenas de emparedados de manteca de cacahuete, pasteles de jenjibre, sirope de arce, tarta de arándanos y un sinfín más de manjares insólitos para los niños que fuimos cuando Franco agonizaba.

Luego, tras la última hoja de las aventuras de estos avispadillos, me esperaba Verne, y Salgari y Stevenson, y luego Defoe y Kipling, más tarde Cervantes y Shakespeare, y Delibes y Salinger y Saint Exúpery y, cuando se pudo, Espriu y Martí i Pol, y Plà,  y Rodoreda, mezclados con Joyce, Wilde y centenares más que construyeron maravillosos puentes hacia Gabo, Torrente Ballester, Vargas Llosa y de ahí a Zafón, Navarro, Boyne….  hasta convertirme en un auténtico adicto a los libros. Un ser irrecuperable que, seguramente, pasaría muy mal el síndrome de abstinencia literaria en Playa Blanca.

Pero eso, me cuenta mi amigo Domingo Travieso, será historia en muy poco tiempo. La voluntad popular escribirá el guión del libro que debieron redactar los dirigentes municipales o insulares, y muy pronto los niños de hoy, que ya saben de aquellos insólitos manjares, y los no tan niños que quieran, podrán cruzar el dintel de un sitio donde diga “Biblioteca de Playa Blanca”.  Final feliz, como en casi todos los libros.