Poco después de llegar a la isla, el 9 de septiembre del 86,
Agustín Acosta me llevó a La
Geria en su flamante Mazda deportivo. Nos sentamos en lo que llamó
soco y allí me habló de su vida
pasada y de sus sueños futuros. Supe de un hombre al que, en seguida, intuí
poderoso pero muy débil al mismo tiempo. Víctima de sí mismo. En lo personal no
había elegido el mejor camino y se lamía las heridas por ello. En lo
profesional anhelaba crear un imperio mediático que legar a sus hijos. Comimos
algunos racimos, uva a uva. Alguna sabía dulce, otras un tanto agrias. O eso me
parecía a mí mientras escuchaba al hombre que me cambió la vida.
Agustín se
abrió a mí y yo me abrí a él. Me hizo partícipe de confidencias que morirán
conmigo y asumió que aquel veinteañero de entonces quería hacerse hombre y
periodista a su lado. La relación profesional duró cuatro años. La personal,
tras las cicatrices, la vida que Dios me dé. Es difícil describir la intensidad
de aquella relación con Agustín Acosta. Conocí gentes que se le acercaron por
poder y que se alejaron por dinero, enemigos que se tornaron aduladores y
pelotas que luego le escupían. Interesados que le utilizaron y que luego
pretendieron dejarlo tirado.
Yo mismo
bajé a las trincheras para intercambiar fuego cruzado con el hombre que tampoco
fue Santo. Porque Agustín Acosta, a qué negarlo, se las cobraba, de una manera
u otra, a todos cuantos se le arrimaban en busca de un ratito de gloria.
Conocerlo tan de cerca me hizo rechazar muchas veces su manera de proceder
profesionalmente. Pero mucho de lo poco que pueda saber se lo debo a él. Lo que
copié de él y lo que decidí no copiar.
El tránsito
del ser al no estar vuelve buenos a todos los hombres ante los ojos de los
demás. No seré yo quien diga lo contrario. Yo, simplemente, quiero darle las
gracias por contribuir a formarme como hombre y periodista. Sólo darle las
gracias. Sólo darte las gracias, Agustín, por todo cuánto me diste, sin
saberlo, en aquel soco de La Geria.
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